domingo, 22 de maio de 2011

Las perdurables enseñanzas de la Comuna de París

Por Atilio Boron


Universidad de Buenos Aires
PLED, Programa Latinoamericano de Educación a Distancia en Ciencias Sociales



Durante los 72 días transcurridos entre el 18 de Marzo y el 28 de Mayo de 1871 Francia fue testigo de una experiencia única, sin precedentes: la Comuna de París. Su instauración fue precedida por la feroz guerra franco-prusiana y el derrumbe del Segundo Imperio, con Luis Bonaparte a la cabeza. Con la Comuna la clase obrera conquistaba el poder político por primera vez en la historia, lo que dejó valiosísimas enseñanzas para los revolucionarios de todo el mundo y cuya vigencia y utilidad práctica se agigantó con el paso del tiempo. Como no podía ser de otro modo, tan especialísimo acontecimiento ejerció una fuerte influencia sobre el pensamiento marxista: Karl Marx dejó por un momento de lado la redacción de El Capital y escribió un breve pero luminoso texto: La Guerra Civil en Francia , escrito, tal como lo observara Friedrich Engels en su “Introducción” de 1891 al opúsculo de Marx, “cuando (los acontecimientos históricos) se desarrollan todavía ante nuestros ojos o acaban apenas de producirse”. [1]


El tema de un gobierno del proletariado había concitado la atención de Marx y Engels desde sus primeros escritos políticos: el Manifiesto del Partido Comunista , redactado a principios de 1848, es una prueba de ello. Pero en esta obra la visión es sumamente abstracta: la organización del proletariado como clase dominante. Ratificando por enésima vez la íntima vinculación entre praxis histórica y desarrollo teórico, los hechos que tuvieron lugar en París en ese breve lapso permitieron refinar significativamente la teoría marxista del estado y de la política. Porque, como queda claro en La Guerra Civil en Francia, el objeto de ese escrito es analizar la emergencia real, concreta, de un nuevo tipo de estado y no tan sólo de una nueva forma estatal capitalista, como se realiza, por ejemplo, en El Dieciocho Brumario de Luis Bonaparte. Es cierto que tanto en el Manifiesto como en la Guerra Civil se postulaba la desaparición del estado y su reemplazo por una asociación autogobernada de productores libres. Sólo que lo que en el Manifiesto aparecía como una audaz anticipación teórica de sus jóvenes autores en la Guerra Civil era una reflexión post festum, fundada en un proceso histórico real. [2] En sus diferentes estudios sobre la política francesa, que Marx consideraba como el lugar donde las luchas de la clase obrera habían alcanzado su más alto nivel de desarrollo, aquél había comprobado cómo, bajo diferentes formas del estado capitalista –la monarquía absoluta, la república democrática, el bonapartismo- se producía el sucesivo perfeccionamiento de la máquina estatal. Si bien tanto él como Engels eran conscientes de la necesidad de destruir esa maquinaria de opresión como paso previo a la autoemancipación del hombre y el comienzo de la verdadera historia de la humanidad, ninguno tenía idea precisa acerca de cómo hacerlo. Hubo que esperar a que la historia diese su respuesta en París, y tanto uno como otro tomaron buena nota de ello.


Por otra parte, si en los textos juveniles Marx y Engels la destrucción del estado era el punto final de un largo proceso revolucionario de construcción de una nueva sociabilidad, a partir de las enseñanzas de la Comuna ambos modifican aquella concepción y coinciden en señalar que la destrucción del estado capitalista debe iniciarse de inmediato, y que el éxito en tal emprendimiento será condición indispensable para que, en una fase ulterior, se concrete la tan anhelada extinción del estado. Engels lo subrayó con toda claridad en su ya referida “Introducción” al escribir que “(L)a Comuna tuvo que reconocer desde el primer momento que la clase obrera, al llegar al Poder, no puede seguir gobernando con la vieja máquina del Estado; que para no perder de nuevo su dominación recién conquistada, la clase obrera tiene, de una parte, que barrer toda la vieja máquina represiva utilizada hasta entonces contra ella, y, de otra parte, precaverse contra sus propios diputados y funcionarios, declarándolos a todos, sin excepción, revocables en cualquier momento.” [3]


Lenin insistió en diversos escritos sobre la importancia de este pasaje, en contra de los oportunistas que, tanto ayer como hoy, piensan que se puede transformar al mundo simplemente apoderándose de la máquina estatal y utilizarla para fines distintos para los que fue creada en el seno de la sociedad burguesa. La historia ha venido refutando una y otra vez esa creencia. Uno de los casos más ilustrativos ha sido la experiencia de la Unidad Popular en Chile (1970.1973), que trató de utilizar el viejo estado burgués para lanzar un ambicioso programa de transición hacia el socialismo. Tal como lo reconoció el propio presidente Salvador Allende, ni los mecanismos institucionales del estado ni su personal obedecían a las órdenes emanadas del Palacio de la Moneda. Es que, como producto social, el estado capitalista no había sido diseñado para transformar al mundo sino para reproducirlo ad infinitum. Las Misiones y los Consejos Comunales en Venezuela, el Estado Plurinacional y el reconocimiento de los órganos de participación y decisión de las comunidades indígenas y campesinas en Bolivia y las nuevas modalidades de gestión del gobierno del Ecuador son indicios de que los nuevos gobiernos de izquierda de la región tomaron nota de la experiencia de la Unidad Popular y comprendido que no se puede gobernar con el viejo estado si es que se quieren producir transformaciones de fondo en nuestras sociedades.


En su texto Marx introduce una importante distinción al señalar, a propósito de la gestión cotidiana de gobierno de la Comuna, que “mientras los órganos puramente represivos del viejo Poder estatal habían de ser amputados, sus funciones legítimas habían de ser arrancadas a una autoridad que usurpaba una posición preeminente sobre la sociedad misma, para restituirla a los servidores responsables de esta sociedad.” [4] Como consecuencia la Comuna materializa una reapropiación social de las funciones expropiadas por el estado, dando nacimiento a “un gobierno de la clase obrera, fruto de la lucha de la clase productora contra la clase apropiadora, la forma política al fin descubierta para llevar a cabo dentro de ella la emancipación económica del trabajo.” [5] Contrariamente a lo que señalan los críticos del marxismo, a quien acusan de pretender funcionar sin estado en una sociedad tan compleja como la actual, las enseñanzas de la Comuna demuestran que la organización política de la sociedad puede construirse siguiendo lineamientos distintos y alternativos al estado: mantenimiento y expansión de las legítimas funciones del mismo (abastecimientos de insumos básicos, provisión de salud, educación, vivienda y seguridad social, defensa ante las agresiones externas, etcétera) a la vez que sus funciones represivas habrían de ser amputadas. [6] No puede olvidarse que el estado, todo estado, mientras exista es una dictadura de una clase o una alianza de clase que oprime y explota al resto de la sociedad. La existencia de las clases sociales requiere del estado como su contraparte necesaria. Que esta dictadura, entendida como el predominio sistemático (y, en ciertas ocasiones, excluyente) de los dominantes sobre los dominados pueda a veces apelar a métodos “democráticos” de gestión, o a fórmulas consensualistas de manejo del proceso político no quita que sea una dictadura en el sentido arriba mencionado y que los intereses de las clases dominantes prevalezcan invariablemente. Fue en virtud de esto que la experiencia histórica de la Comuna le permitió a Engels exclamar, en el cierre de su “Introducción” escrita veinte años después del opúsculo de Marx, que esa “forma política al fin descubierta” no era otra cosa que la dictadura del proletariado. En el último párrafo de ese brillante texto el amigo de Marx dice: “Pues bien, caballeros, ¿quieren saber que faz presenta esta dictadura? Miren a la Comuna de París: ¡he ahí la dictadura del proletariado! [7] Hay que decir que, sin embargo, Marx nunca utilizó esa expresión para referirse a la Comuna. En su correspondencia, diez años después, señala que el heroico levantamiento de la clase obrera parisina no podía llegar a instaurar una dictadura del proletariado. Para eso hacía falta que la insurrección obrera hubiese ocurrido a escala nacional y contado con una dirección socialista capaz de atacar los fundamentos económicos del orden vigente, cosa que la Comuna no hizo. En un párrafo de La Guerra Civil Marx señala que “(L)as medidas financieras de la Comuna, notables por su sagacidad y moderación, hubieron de limitarse necesariamente a lo que era compatible con la situación de una ciudad sitiada.” [8] Marx también observa que esta debilidad de la Comuna, unida a las de su dirección, compartida por los “blanquistas” y los socialistas adeptos a Proudhon, con pocos socialistas marxistas (es decir, comunistas) es responsable de uno de los más significativos errores de toda la experiencia popular: “el santo temor con que aquellos hombres” –dice Marx-“se detuvieron respetuosamente en los umbrales del Banco de Francia … (que) en manos de la Comuna hubiera valido más que diez mil rehenes.” [9]


¿Cuáles fueron los rasgos concretos que asumió la experiencia de la Comuna? Estos son los principales que enumera Marx en su obra:


(a) Supresión del Ejército. El primer decreto del gobierno de la clase obrera tuvo por objetivo liquidar al Ejército y sustituirlo por una Guardia Nacional integrado mayoritariamente por obreros. En otras palabras: la Comuna reivindica al pueblo en armas, revirtiendo una expropiación que se había producido siglos atrás.

(b) Revocación del parlamentarismo, como deformación de la genuina representación popular y la perversión de los parlamentos, convertidos en ámbitos donde se desenvuelve una estéril charlatanería, y su reemplazo por nuevos órganos de trabajo, ejecutivos y legislativos a la vez, basados en el sufragio universal, y cuyos representantes son en su totalidad revocables y directamente responsables por sus acciones ante sus mandantes. No se trata, por lo tanto, de abolir las instituciones representativas sino de garantizar el control “desde abajo” de las mismas, evitando la autonomización de los representantes con sus privilegios e inmunidades.

(c) Supresión de la burocracia, cuerpo extraño y parasitario que se apropia del poder político que pertenece al pueblo. En su lugar, creación de un cuerpo de funcionarios que desempeñarán su labor a cambio de un salario de obrero, serán responsables ante el pueblo que podrá destituirlos mediante sencillos procedimientos. De ese modo se evitará la recreación de una burocracia convertida en poderosa fuerza social que podría frustrar las iniciativas populares. Por otra parte, con la supresión del ejército y la burocracia se obtiene eso que fue el sueño de todas las revoluciones burguesas: un gobierno barato.

(d) Finalmente, la Comuna proponía la sustitución de la unidad de la nación basada en el centralismo burocrático y militar por la unidad de comunas libremente integradas como asociación de productores. Todos los delegados son revocables y el gobierno central detentaría un mínimo de funciones. [10]


Como puede observarse, los rasgos políticos definitorios de la Comuna constituyen, según Marx, la antítesis del estado capitalista y son, al mismo tiempo, los inicios de la desaparición del estado, de su reabsorción por parte de la sociedad civil organizada como una comunidad de productores autogobernados. En consecuencia, la experiencia de la Comuna no se proponía hacer un estado mejor sino de comenzar a construir un tipo de organización política distinta, definitivamente post-estatal en la medida en que estaba tendencialmente orientada a poner fin a la opresión de una clase sobre el resto.


El tema de la dictadura del proletariado, tan manoseado y mal interpretado (las más de las veces premeditadamente) quedó apenas esbozado en los textos de Marx y Engels sobre la Comuna. Ampliando la brevísima alusión al tema que efectuáramos más arriba lo que quisiéramos dejar en claro es que aún bajo el primado de las instituciones de la democracia liberal el carácter dictatorial del estado sigue plenamente vigente. Esto de ninguna manera puede significar que desde el pensamiento y la praxis marxista seamos indiferentes ante los contrastes entre métodos dictatoriales o democráticos de gobierno. No es lo mismo Videla que Menem, o Pinochet y Lagos, o Geisel y Rousseff, aunque en todos los casos el estado capitalista imponga la dictadura del capital, a veces por medios "democráticos" y otras por los métodos propios del despotismo político. Por ello es decisivo que la caracterización de la dictadura sea hecha no tan sólo en el nivel del "método de gobierno" (evidenciada por la clara primacía de los aparatos represivos) sino en dos niveles distintos pero complementarios: el estructural, que remite al carácter de clase del estado y, en consecuencia, al sistemático privilegio de las políticas que favorecen la acumulación del capital y la explotación de los trabajadores; y el de la metodología de gobierno, que tiene que ver con las formas bajo las cuales se procesa el predominio de la clase dominante. Esta distinción es muy importante para evitar caer en la trampa del fetichismo propio de la ideología burguesa que nos habla de democracia y de libertades que, en términos reales, sólo existen en el papel. Porque, ¿qué clase de democracia es una en la que los intereses fundamentales de las clases dominantes jamás se ponen en cuestión? ¿O una en la que la ciudadanía vota por una política y el gobierno hace algo exactamente opuesto al mandato popular? Si la democracia es, según Abraham Lincoln, “el gobierno del pueblo, por el pueblo y para el pueblo”, ¿cómo conciliar esta definición con gobiernos que, por métodos violentos o por medio de tácticas “democráticas”, perpetúan y acentúan la explotación y la opresión de los trabajadores? [11]


Otra de las enseñanzas de la Comuna es la invalidación de las concepciones instrumentalistas del estado, que lo conciben como un simple instrumento, técnico y neutro, como un martillo, que empuñado por la mano proletaria puede construir un mundo post-capitalista. La realidad demuestra que el estado es la coagulación institucional y legal de una correlación de fuerzas, un resultado de la lucha de clases, y que tanto su estructura como la burocracia, las normas, las instituciones y el ethos estatal son productos de aquel enfrentamiento. El estado capitalista, por consiguiente, con independencia de quienes ocupen las alturas del aparato estatal (o sus intenciones) siempre tenderá a reproducir las relaciones sociales capitalistas, aunque el gobierno de ese estado se encuentre en manos de una coalición de izquierda. Aún bajo estas circunstancias el estado capitalista, gestionado por la izquierda, sostendrá el carácter de mercancía de la fuerza de trabajo y procurará mercantilizar todas las relaciones sociales, con lo cual el capitalismo se reproduciría indefinidamente. Inclusive en los casos de acrecentamiento de su autonomía relativa, como lo demuestran sobradamente el fascismo y el bonapartismo, el estado capitalista siempre reproduce la dominación del capital. Por eso, coaliciones reformistas o sinceramente revolucionarias que no comiencen de inmediato a destruir al viejo estado y reemplazarlo progresivamente por otro de nuevo tipo, que refleje la nueva situación sociopolítica, están destinadas al fracaso. La mera lógica de funcionamiento del aparato estatal siempre tiende hacia la derecha, hacia la conservación de la sociedad actual; y los gobiernos, aún los de izquierda, difícilmente podrán neutralizar esta tendencia conservadora en ausencia de una poderosa movilización y organización popular “desde abajo”, desde la calle, que impulse en una dirección contraria. Por eso son estados capitalista, lo que quiere decir que por su estructura y su ethos, esa institución reproducirá incesantemente la dominación del capital, con indiferencia del origen social o las orientaciones ideológicas de quienes ocupen las "alturas" del aparato estatal. La destrucción del estado significa, en términos concretos, poner en marcha una agresiva política de “des-mercantilización”, por una parte, recuperando la condición de derechos ciudadanos de la salud, la educación, la seguridad social, la vivienda, la recreación y, en general, desprivatizando y desmercantilizando todo lo privatizado y mercantilizado desde la instauración del neoliberalismo y, al mismo tiempo, como enseña la Comuna, instituyendo fuertes mecanismos de control popular sobre los gobernantes, los representantes del pueblo y la burocracia, por la vía de revocación de mandatos, referendos revocatorios periódicos y frecuentes, presupuestos participativos, igualación salarial y la abolición de todos los privilegios e inmunidades que tradicionalmente disfrutó la clase política y la burocracia estatal.
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[1] De hecho, Marx pone punto final a su texto el 30 de Mayo de 1871, es decir, dos días después de la caída de la Comuna.
[2] Recuérdese que al momento de publicar el Manifiesto Marx no había todavía cumplido 30 años, y Engels apenas había cumplido 27.
[3] Friedrich Engels, “Introducción” (1891) a La Guerra Civil en Francia de Karl Marx, en Karl Marx y Friedrich Engels: Obras Escogidas en Dos Tomos (Moscú: Editorial Progreso, 1966), Tomo I, p. 470.
[4] Marx, op. cit., p. 509
[5] Karl Marx, La Guerra Civil en Francia, en K. Marx y F. Engels, op. cit., ., pp. 509 y 511.
[6] Aquí Marx se está refiriendo a la “etapa superior” del proceso revolucionario, marcado por el fin del período de transición caracterizado por la “dictadura del proletariado” y en el cual, como máxima expansión de la democracia, todavía será necesario someter por la fuerza a las viejas clases dominantes y los sectores nostálgicos del viejo orden en perpetua conspiración para lograr su violenta restauración.
[7] Op. cit., p. 472.
[8] Op. cit., p. 516.
[9] Ibid., p. 409. Los “blanquistas” eran los seguidores de Louis-Auguste Blanqui, heroico militante del socialismo utópico pero tributario de una concepción política que, al decir de Engels, confiaba en “los ataques por sorpresa” contra la ciudadela del orden burgués, o en “las revoluciones hechas por pequeñas minorías conscientes a la cabeza de las masas inconscientes.” Y, como bien observa Engels, la época en que esa táctica podía ser efectiva ha quedado relegada por los avances en la técnica militar de que dispone la burguesía. Por eso, concluye, “Allí donde se trate de una transformación completa de la organización social, tienen que intervenir directamente las masas, tienen que haber comprendido ya por sí mismas de que se trata, por qué dan su sangre y su vida.” Cf. Friedrich Engels, “Introducción” a Karl Marx, Las luchas de clase en Francia de 1848 a 1950 , en Karl Marx y Friedrich Engels, Obras Escogidas, op. cit., Tomo I, p. 120.
[10] Cf. Marx, Guerra Civil, op. cit. , pp. 507 passim.
[11] Hemos explorado este tema en detalle en nuestro Aristóteles en Macondo. Notas sobre el fetichismo democrático en América Latina (Córdoba: Ediciones Espartaco, 2009)

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